Sección: Ventana al Alba. El Cáliz de Sangre
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El Cáliz-Ilustradora Olga Muñoz |
Por María del Carmen
Sosa Sierra
¡Hola
amigos de María Publishing! En esta oportunidad tengo el gusto de compartirles
un relato interesantísimo lleno de fantasía, color, lujos, derroche de
imaginación, intriga, y mucho más. Pienso que su autora Victoria Vázquez, debió
de haber leído muchas veces “las Mil y
una noches”, la celebre recopilación
de cuentos del Medio Oriente, pero conozco a Victoria y sé que es una escritora
cuyo talento dará de qué hablar en los próximos años.
El
Cáliz de Sangre nos introduce en una corte real ubicada en la ciudad de Sofía,
Bulgaria y nos lleva a evocar recuerdos sobre nuestras primeras lecturas de
cuentos infantiles que se desarrollaban en las cortes europeas o del Medio
Oriente. También, nos invita a pensar cómo era la vida de los ciudadanos rasos
de aquellas épocas donde un hombre llamado rey o sultán, era el dueño de todo y
ante quien se le debía rendir todo tipo de tributos y pleitesías. Y allí, en
medio de una gran nevada, nace el protagonista principal de este cuento,
Dragomir, quien sería un artista excepcional y dueño de una capacidad
extraordinaria para crear maravillas más allá de lo posible.
Pero
la idea de publicar este colorido y excitante relato, es la de conocer las
obras de esta talentosa autora española, Victoria Vázquez y la de su
ilustradora Olga Muñoz, quienes nos deleitarán con un relato fantástico, donde
el amor puro y sincero, pero no correspondido, puede llevar a consecuencias
inesperadas. Les invito a abrir el telón de sus mentes y disfrutar de este
cuento que fue publicado en un antología para la Universidad de Sofía y
traducido al búlgaro hace dos años.
El cáliz de sangre
A. Victoria Vázquez
La
noche en que Dragomir nació, la luna teñía de plata la nevada cumbre del monte
Vitosha, sendas estrellas surcaron veloces la negra bóveda celeste y una
pequeña roca incandescente se desprendió de un cometa en su camino hacia el
sol, cayendo cerca de la fachada este de la vieja iglesia de San Jorge.
Al
ver tales prodigios, el maestro de artesanos supo que un gran artista estaba a
punto de abrir sus ojos al mundo por primera vez. Tomó por ello su báculo y,
envolviéndose en un pesado abrigo de pieles, recorrió las gélidas calles de la
hermosa ciudad. Y al llegar junto al viejo muro de ladrillo del templo, escuchó
el levísimo llanto de un recién nacido. Se acercó hacia el lugar del que
provenía el sonido y allí, bajo un estrecho arco, refugiada del gélido viento y
el azote de la nieve, halló a la infortunada madre y entre sus yertos brazos
adolescentes la rosada carita de un niño, que temblaba de hambre y de frío.
Sobrecogido, el maestro Asil alzó con delicadeza al pequeño y lo estrechó
contra su cuerpo bajo su cálido abrigo. Luego, trazando una rápida cruz en el
aire sobre el cuerpo de la desdichada, volvió sobre sus pasos y regresó a la
seguridad de su hogar.
El
maestro Asil cuidó del pequeño Dragomir como si fuera su hijo. Le vistió y le
alimentó, le dio todo cuanto necesitó durante su infancia y finalmente le
entregó aquello que consideraba en mayor valía, su saber artesano.
Ya
en su más tierna infancia el pequeño demostró una gran habilidad y un talento
prodigioso. Antes de cumplir los dieciséis años construyó una fuente de la que
surgía mercurio con la luz de la luna, una estatua de oro que se elevaba en el
aire al recibir los rayos del sol y un espejo que tenía la habilidad de mostrar
lugares remotos.
Su
fama aumentó de tal forma que los príncipes y reyes del mundo entero lucían
joyas creadas por el joven Dragomir. Y en el centro mismo de las gemas talladas
por sus expertas manos parecía refulgir un corazón de fuego que arrancaba
hermosos brillos multicolores de los diamantes, los rubíes y los zafiros.
Una
fría mañana de invierno, una gran comitiva se detuvo ante la
puerta
del taller. Una gran carroza de oro y marfil avanzaba por la amplia avenida
flanqueada por un centenar de soldados montados en briosos corceles de oro
enjaezados de seda y pedrería. Los pendones y estandartes ondeaban al viento y
el poderoso tronar de trompetas de plata advertía de la llegada del sultán.
Selim
descendió dificultosamente de su carruaje, ayudado por dos sirvientes
lujosamente ataviados que extendieron ante él una alfombra de terciopelo para
que su real calzado no se manchara con el polvo del camino y avanzó, escoltado
por su capitán y rodeado de soldados, hasta el pequeño taller del anciano Asil.
El
joven Dragomir observaba todo esto con gesto atónito pues, aunque había
trabajado para príncipes, reyes y otros miembros de la nobleza europea, jamás
había tratado sino con emisarios, y no sabía muy bien cómo debía comportarse en
tan insigne ocasión.
Y
aunque el miedo atenazaba su joven corazón, al ver entrar al sultán con aire
pomposo, apenas logró reprimir una sonrisa. ¿Era aquel el hombre que poseía el
reino y todas las tierras más allá del Vitosha? ¿Acaso era aquel hombre obeso y
de aspecto estulto el que podría arrebatarle la vida con tan solo un gesto de
sus rechonchas manos enjoyadas? Como si hubiera percibido sus pensamientos,
Asil se interpuso entre el joven y el sultán, doblándose en profundas
reverencias y desgranando todo tipo de palabras aduladoras. Sin embargo, la
ilustre visita hizo caso omiso del anciano maestro y clavó en su aprendiz una
mirada inquisitiva.
—¿Eres
tú el joven Dragomir, del que se dice que crea maravillas más allá de lo
posible?
—Solo
Alá obra maravillas, mi señor. Y yo soy únicamente un aprendiz que intenta
llenar este mundo de belleza...
—A
fe que tu aprendiz domina el arte de las palabras, maestro Asil. Sin duda le
has educado bien. Ahora, quisiera ver una muestra de tu destreza, muchacho. Es
mi deseo que crees una joya única, algo digno de mí. Para ello te concederé
siete días con sus correspondientes noches y
acceso
al tesoro real. Si logras maravillarme, te haré un encargo que hará que vivas
en la más grande de las opulencias.
—¿Y
si no lo consigo? —se atrevió a preguntarle el joven.
El
sultán se encaminó con pasos tambaleantes hacia la puerta y la pregunta
permaneció suspendida en el aire, sin que nadie la respondiera.
Una
vez la comitiva hubo partido con gran fanfarria de trompetas, Asil miró con
preocupación al que consideraba su hijo, pues el sultán Selim no era conocido
por su clemencia ni por tener un carácter justo, sino todo lo contrario. Sin
embargo, la mente de Dragomir estaba lejos, ideando extraños mecanismos y
creando bellísimas joyas.
Pasaron
unos días en los cuales el brillante aprendiz permaneció encerrado en el
taller. Apenas se acordaba de comer, salvo cuando su maestro dejaba un plato de
viandas a la puerta, y en ningún momento pareció descansar, pues el golpeteo
del cincel, el rasgar de la lima y el chirriar de la sierra de calar no cesaron
en ningún momento.
Por
fin llegó el día en el que Dragomir mostraría su obra al sultán y para ello
debía acudir a palacio. Preocupado por la suerte de su ahijado, el maestro de
artesanos decidió acompañarle. Viajaron durante unos cuantos días prácticamente
en silencio, Asil encorvado en el asiento del carruaje como si un gran peso le
doblara la espalda, Dragomir con gesto confiado, seguro de su triunfo.
En
el gran salón de palacio les aguardaba el sultán, rodeado por sus seis gözdes,
sus doce consejeros y un centenar de sirvientes y cortesanos.
Imitando
a su maestro, Dragomir se arrodilló frente a Selim y le ofreció
reverencialmente una pequeña caja de madera finamente tallada que extrajo de
entre los pliegues de sus ropas.
El
sultán abrió la caja con gestos torpes y alzó una ceja con gesto incrédulo. En
la palma de su mano había un pequeño pavo real de oro.
—¿Esto
es todo lo que has podido imaginar a lo largo de estos siete días, muchacho?
¿Acaso te estás burlando de mí?
—Jamás,
mi señor. Aún no lo habéis visto todo. Os lo ruego, Luz de Oriente, dad de
beber al pavo real.
—¿Qué?
Muchacho, si esto es una broma...
—Jamás
bromeo con mi trabajo, mi señor. Por favor, sumergid el pico del animal en un
vaso de agua y veréis lo que he creado para vos...
Receloso,
el sultán hizo como el muchacho le había indicado. Para maravilla de todos, en
cuanto una gota de agua penetró el diminuto y afilado pico, la cola del ave se
desplegó en un prodigioso centelleo de piedras preciosas. Cada una de las
plumas estaba cuajada de zafiros, topacios, esmeraldas y diamantes, tallados de
tal manera que cada faceta devolvía multiplicada la trémula luz de las velas
que iluminaban la sala, transformándola en un arcoíris multicolor siempre
cambiante.
El
sultán tomó la pequeña figura entre sus manos, mas, al secarse la gota del pico
del ave, su cola volvió a plegarse. Los asistentes contuvieron el aliento,
aguardando la reacción del sultán, conocido por ser impredecible y por sus
arranques de cólera.
—En
verdad es una maravilla —dijo al fin el gobernante, sin poder apartar los ojos
de la joya, volviendo a sumergir su pico en la copa de agua para admirar el
brillo de las gemas. Y la corte entera irrumpió en admirados aplausos al
observar el deleite del sultán.
—De
todos es sabido —prosiguió Selim con aire ampuloso—, que durante la próxima
luna contraeré de nuevo matrimonio con una muchacha de prodigiosa belleza que,
sin duda, alegrará mis días durante muchos años. Es por ello, joven aprendiz,
que en vista de tu talento deseo encargarte que crees un objeto que asombre y
maraville a mi nueva hurí. Será mi regalo de bodas. En pago por este
servicio, te ofrezco convertirte en el orfebre de mi harén. Vivirás en la
opulencia, serás tratado con respeto y pasarás el resto de tus días creando
magníficas joyas para mí.
Con
un gesto le indicó que podía retirarse, y nuevamente su atención se centró en
el pequeño pavo real, cuyo pico volvió a sumergir en la copa de agua para
admirar, entre exclamaciones gozosas, el excepcional espectáculo.
Dragomir
se sentía exultante, pues no solo había satisfecho el encargo del sultán con
creces, sino que además podía garantizarle a su maestro, ese que le había
criado colmándole de cuidados y atenciones, una existencia digna en su vejez.
Sin
embargo, Asil permanecía a su lado con gesto preocupado.
—A
pesar de mi éxito, que es también el tuyo, maestro, te muestras silencioso y cabizbajo.
Algo te inquieta. Dime, ¿qué atribula tu alma?
—Aún
eres joven, Dragomir, y aunque tienes sobrado talento para la creación, también
es cierto que eres despreocupado e indulgente. Esto es lo que me inquieta.
Nuestro sultán no es conocido por ser un hombre justo y sensato. Su carácter es
caprichoso e iracundo. Es tan fácil ganar su afecto como despertar su cólera.
Es incapaz de albergar sentimientos profundos en su empequeñecido corazón.
Aprecia la belleza y la juventud, y se rodea así de muchachos y doncellas
hermosos que vierten en sus oídos alabanzas vacías, pero pronto se cansa, se
aburre, y se desprende de estos antiguos objetos de su afecto como de una
camisa ajada. Esta doncella, esta nueva belleza, acabará marchitándose tarde o
temprano en la jaula de oro que es el harén de palacio. Y lo mismo te ocurrirá
a ti. Algún día tus creaciones no despertarán asombro en él y un nuevo genio
ocupará tu lugar en la corte. Créeme, muchacho. Ya lo he visto antes.
Y
la espalda del anciano se encorvó aún más, como si la pena y la vergüenza se
sumaran al lastre de la edad. Y Dragomir se dio cuenta de que hablaba desde la
más profunda de las experiencias, pues sin duda Asil había sido un día joven y
había creado los objetos más bellos.
Mas
las sombras de lo que ha de venir rara vez perturban mucho tiempo el
pensamiento de los jóvenes, y por ello Dragomir pronto olvidó la advertencia de
su maestro. A la mañana siguiente fue conducido a palacio y le fueron mostrados
sus nuevos aposentos y su nuevo taller, donde crearía la insigne pieza para la
bella Irina, la nueva esposa del sultán. Se le concedió paso franco a los
jardines y a la sala de rubí, en lo alto de un minarete, desde donde podría
contemplar el maravilloso atardecer de la ciudad. Dispondría de criados que le
servirían en cuanto necesitara y no tendría límite para acceder a las materias
primas que precisara para sus creaciones. Vestiría de sedas y brocados y
dispondría de una bolsa de dinero para cuantos caprichos deseara. Todo en favor
de la inspiración.
Y así
el joven comenzó a pasar los días deambulando por ampulosos corredores,
disfrutando de la serenidad de los hermosos jardines y vislumbrando apenas
bellezas enveladas de ardiente mirada, preguntándose a cada atisbo entre las
celosías acerca del aspecto de la hermosa y misteriosa prometida del sultán. Y
así, una soleada mañana se hallaba sumido en sus pensamientos cuando fue a
parar a una zona desconocida para él. Tenía el hermoso jardín un espléndido
rosal junto a un banco de mármol y hermosos arbustos de brezo blanco en flor.
Una pequeña fuente en forma de copa lanzaba al aire fragante pequeñas columnas
de agua que, al caer, tomaban caprichosas formas antes de fundirse con el resto
en la pila de piedra. Junto a ella, una joven de increíble belleza sumergía en
la fuente el dorado pico del pavo real de Dragomir, dejando escapar leves
suspiros de deleite al ver desplegarse la enjoyada cola. Las gemas reflejaban
maravillosos arcoíris iridiscentes sobre su piel, del mismo tono dorado de las
arenas del desierto. Sus ojos eran de un azul más puro aún que las aguamarinas
y sus labios, pequeños y jugosos, eran del mismo tono que los rubíes, y se
curvaban en un curioso mohín, como si se aprestasen a besar. Sus cabellos eran
negros y brillantes como la obsidiana y se desparramaban por su espalda como un
suave manto de terciopelo. Su silueta era pequeña y delicada y se movía con
tanta gracia que Dragomir apenas podía apartar la mirada de ella, sumida como
estaba en su juego con la pequeña figurita.
Al
fin, alzó la bella sus ojos hacia el aprendiz y, asustada, dio un paso atrás
con tan mala suerte que el juguete de oro cayó de sus manos a la fuente. Sin
pensarlo, el muchacho se aproximó y, sacando el pavo real del agua, lo secó
cuidadosamente con un pliegue de su camisa de seda y se lo entregó a la joven.
Dudó esta apenas un momento antes de acercarse y tomar la figura de sus manos.
Miróle ella con timidez y pensó Dragomir que jamás volvería a ser tan feliz
como en ese mismo instante.
—Me
llamo Dragomir —le dijo.
—Lo sé —respondió ella. Y esbozando una sonrisa corrió
hacia el minarete del harén y desapareció de su vista.
Esa
noche, el joven orfebre apenas pudo conciliar el sueño y a la mañana siguiente
volvió al pequeño jardín con la esperanza de volver a encontrarla, mas la
muchacha no apareció. Durante cinco días, Dragomir retornó junto a la fuente,
anhelando verla una vez más, pero no fue sino en la mañana del sexto día cuando
la halló sentada en un banco de mármol blanco bajo los cálidos rayos del aún
pálido sol.
Apenas
cruzaron palabra, salvo para hablar de cosas intrascendentes, mas Dragomir se
sentía hechizado por la belleza de la joven. Apenas podía apartar sus ojos de
la muchacha y su dulce voz era hipnótica, como el cantarín murmullo de la
fuente. Al fin, hacia el mediodía hubieron de despedirse, aunque no sin que
ella le dijera su nombre: Irina.
En
el momento en que pronunció la fatídica palabra, Dragomir supo que ella era
para la que había estado ideando el regalo del sultán, pues la hermosa Irina
sería su futura esposa. Y a pesar de ello, o quizás precisamente por ello, el
joven tuvo aún más deseos de volver a verla y así se reunieron a la mañana
siguiente, y a la otra...
Inspirado
por el nuevo sentimiento que agitaba su corazón, Dragomir comenzó a crear el
cáliz más bello, la obra que revelara su amor y la perfección de su amada. Un
objeto digno de sus labios, que transformaría el más agrio de los licores en el
más dulce de los néctares. Y así dio forma a una copa de oro fino y translúcido
alabastro. Y su base era la figura de dos enamorados cuyas siluetas se
entrelazaban como las ramas de una hiedra, y del lado de la muchacha brotaba un
hermoso rosal de rubíes y perlas y del lado del joven un brezo blanco de
adularias y esmeraldas.
No
obstante el peligro que la situación suponía para ambos, el joven se atrevió un
día a hablar de amor, y la bella correspondió a sus palabras y así ambos
decidieron huir de palacio la noche antes de la boda.
Llegó
pues el momento de la partida y se encontraba la joven dispuesta para correr
hacia el jardín, cuando la duda atenazó su pecho. Miró a su alrededor y
contempló todos los regalos del sultán: las joyas, las sedas, muselinas y
brocados, las bellas pinturas que adornaban la
habitación
se le antojaron la promesa de una vida plena. Junto a Selim le aguardaban años
de lujos y esplendores. Ella era aún joven y muy bella, y podría sin esfuerzo
convertirse en la nueva favorita del sultán. Sin embargo, Dragomir nunca sería
tan poderoso. A su lado tan solo podría huir de la furia de su prometido,
siempre perseguida como una fugitiva, obligada a vivir oculta con el temor de
ser descubierta... sin duda aquello menoscabaría el amor que ambos sentían en
aquel momento. Dragomir acabaría culpándola de su infortunio, no hallaría
trabajo alguno de orfebrería, condenado como estaría por orden de Selim y su
vida se colmaría de penurias y miserias... y de pronto Irina ya no estuvo tan
segura de su amor por el joven aprendiz. Había inflamado el corazón del
muchacho, sí, pero ¿no había sido acaso un juego femenino? Con una sonrisa
había dado alas a sus anhelos y, sin embargo, sus sentimientos en aquel momento
no le parecían tan profundos. Y cuanto más pensaba de esta forma, más se
convencía de que, en realidad, no amaba a Dragomir.
Contempló
una vez más sus aposentos, todas sus joyas y vestidos, y finalmente su hermoso
reflejo en el espejo de plata. Tomó entre sus manos el pequeño pavo real y, con
un suspiro, lo enterró bajo pesados brocados en lo más profundo de un gran
arcón.
Por
su parte, Dragomir hacía rato que se había enfundado en su capa de viaje,
embozándose el rostro. Había ocultado entre sus ropas el prodigioso cáliz,
cincelado con toda la fuerza de su amor por la bella Irina e, ignorando la
mirada reprobatoria de su maestro, se había escabullido entre las sombras que
llevaban hacia el silencioso jardín.
Y
allí aguardó un buen rato sin dejar de contemplar la fuente, testigo mudo de su
gran historia de amor. Y aún esperó hasta que nuevamente el sol comenzó a alzarse
en el cielo, marcando el nacimiento del nuevo día, ese en el que Irina se
entregaría a aquel de quien tantas veces había hablado con el desprecio y la
repulsa tiñendo su dulce voz.
El
cáliz se tornó pesado en sus manos, la capa resultaba demasiado abrigada y las
lágrimas ardían en sus ojos cuando al fin, cabizbajo y abatido, comprendió que
había sido traicionado por su amada y, con el corazón desgarrado regresó a su
taller.
El
maestro Asil dormía cuando el joven depositó la copa dorada sobre su mesa de orfebre.
La contempló sintiendo cómo su amor, que había inspirado la más perfecta de sus
creaciones, se había malogrado como un invierno sin primavera. Y con este
pensamiento el ansia de crear murió en su corazón y su esperanza se marchitó
extinguiéndose entre lágrimas. Nunca más volverían sus manos a dar forma a
obras únicas y maravillosas, vanos le parecían ahora todos sus trabajos. Y
sintiendo en sus labios la hiel del amargo trago que el destino con un súbito
golpe le había servido arrebatándole su amor y su arte y cualquier deseo de
vivir, tomó uno de sus afilados cinceles, y abriéndose las venas, derramó su
sangre y su vida sobre el hermoso cáliz. Y tal vez respondiendo a la
desesperación de su hacedor, o por algún poder secreto que el sacrificio de Dragomir
había despertado en ella, la copa recibió la sangre y la consumió sin que se
perdiera ni una sola gota.
Cuando
el maestro despertó, alertado por los golpes en la puerta del taller, halló el
cuerpo de su aprendiz tendido a medias sobre la mesa, como si durmiera, pero
sus muñecas heridas delataban el trágico suceso, mientras que su piel mostraba
el tono de las cenizas y su cuerpo estaba frío. Y, sin embargo, no había sangre
que mancillara las herramientas ni el banco de trabajo donde tantas cosas hermosas
habían visto la luz.
Un
sirviente entró apresurado y, tras lanzar una mirada de lástima al anciano que
amargamente lloraba la muerte de su aprendiz, corrió con el cáliz entre las
manos, pues la ceremonia había comenzado en el gran salón.
Y
así, tras los esponsales, el sultán admiró la magnífica pieza de oro y
alabastro y, llenándola de vino, se la entregó a la hermosa Irina, que ya era
su nueva esposa. Ella observó la delicada pieza con una leve nostalgia, aunque
se dijo que había elegido bien y, segura y satisfecha por la nueva vida que
imaginaba en su porvenir, se llevó hasta los labios aquel símbolo del puro amor
del infortunado aprendiz.
Y
aquel trago de vino le supo a cenizas y a hiel, a traición y engaños, a muerte
y desesperación e, incapaz de soportar aquel terrible sabor, cayó al suelo con
un grito, desvanecida.
El
sultán recogió la copa y mandó alzar a la hermosa, mas al observar de nuevo su
rostro, vio con estupor que de su faz habíanse borrado la belleza y la juventud
y el rostro que ahora contemplaba se hallaba cubierta de pústulas y llagas, sus
ojos empañados habían perdido la brillantez y claridad de color, sus dientes
habían amarilleado y la piel colgaba fláccidamente de sus miembros, otrora
firmes y esbeltos. Todo en ella era fealdad y repulsión y el sultán la apartó
de sí con un empujón. Miró entonces el cáliz y vio en él la traición, pues los
amantes que se entrelazaban en un ardiente abrazo tenían el rostro de su nueva
esposa y del joven aprendiz y la copa representaba la fuente del jardín aledaño
al harén; y sabiendo lo que había ocurrido, mandó que lo soldaran a una fuerte
cadena y que la ciñeran a la cintura de la mujer infiel, a la que arrojó de
palacio vestida con una vulgar tela de saco, ordenando que nadie se apiadara de
ella ni la ayudara, como justo castigo a su traición.
Y
nadie en la ciudad se compadeció de la infortunada, pues pronto se supo de la
muerte del infeliz enamorado y de su triste historia y cuantos miraban el
hermoso cáliz reconocían en él a la horrible mujer que lo portaba y la terrible
traición que había cometido.
Y
desesperada y aborrecida por todos, huyó y se internó en las tierras salvajes
donde nadie pudiera reconocerla, esperando hallar la muerte. Sin embargo, se
dice que el poder del cáliz la preservó y que por largos años moró allí,
rumiando su desdicha, y su destino final nadie lo conoce y tal vez, en un lugar
remoto, aún derrama lágrimas vanas atada por siempre al Cáliz de Sangre, su
delator y su condena.
Fuente: Enviado por Victoria Vázquez (autora)
Publicación:
Antología para la Universidad de Sofía
Ilustración:
Olga Muñoz
Es un auténtico honor para mí que mi cuento aparezca en este blog. Espero que todos disfrutéis de él tanto como yo disfruté al escribirlo.
ResponderBorrarUn beso para todos los lectores de María Publishing y otro muy especial para María del Carmen Sosa, por la gran labor de difusión de la lectura que está llevando a cabo.
Gracias Vicky. El honor es mío y pienso que de mis lectores también, al tener el privilegio de compartir esta joya de la literatura y gozar recordando este tipo de relatos llenos de fantasía y colorido. También, pude recordar personalmente algunos detalles de Bulgaria y su capital Sofía. ¡Qué interesante! Te felicito y siempre serás bienvenida a este espacio en al red. Un abrazo.
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